Paradojas del Estado del Bienestar que convierte a las personas en víctimas de una sociedad superficial y vacía en la que la depresión y la ansiedad son la pandemia del siglo XXI; o lo que es lo mismo, cuanto más tienes más quieres y menos feliz eres"La vida me supera" o "No me hago con mi vida" son algunos de los comentarios que percibo de gente de mi entorno, con tono más o menos cansino, más o menos triste, más o menos resignado. Personas que por tener todo, léase las necesidades mínimas más que cubiertas, no tienen nada. ¿Alguien dijo la vida fuera fácil?
El caso es que para afrontar las miserias de la vida cotidiana cada vez hay más personas que se inflan a psicofármacos, incorporándolos a su dieta como si fueran golosinas para endulzar sus desgracias. En los últimos diez años, el consumo de ansiolíticos, antidepresivos, tranquilizantes o somníferos se ha triplicado, según los datos del Ministerio de Sanidad.
Eso, si nos fijamos en quienes acuden al médico o a la farmacia en busca de un remedio para su pesar. Otros, tres millones de trabajadores en España, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), se enganchan al alcohol, el hachís o la cocaína, o a las tres sustancias simultáneamente, para soportar el estrés que les provoca el hecho en sí de su propia existencia. Insisto, ¿alguien dijo que la vida fuera fácil?
Me pregunto si la sociedad de los países occidentales, en los que está asentado el Estado de Bienestar, evoluciona o retrocede cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) avisa de que la depresión será en 2020 la segunda causa de discapacidad en esa parte del mundo que tan felizmente llamamos desarrollado o primer mundo.
No deja de ser paradójico que en la sociedad del bienestar no exista remedio para las enfermedades del alma; aquellas que convierten a las sociedades en sociedades enfermas, con todas las letras y en mayúsculas; en sociedades que padecen ansiedad, estrés y depresión.
Por eso, al leer en la prensa que uno de cada cinco niños, y digo niños, muestra síntomas de ansiedad me echo las manos a la cabeza. Si los niños de hoy son el futuro del país del mañana ¿qué futuro nos espera? ¿Serán capaces de marcarse metas y cumplirlas sin desvanecer en el intento?
Al fin y al cabo, los niños son el reflejo de los adultos; sus síntomas son los síntomas de modelos de sociedades en las que algo falla, por no decir que han fracasado.Los niños son también el reflejo de esas sociedades de los países occidentales en las que los adultos se comportan como niños frustrados y eternamente insatisfechos, víctimas de las prisas; sociedades en las que los adultos son víctimas también de la revolución tecnológica que ha deshumanizado las relaciones interpersonales; y en víctimas de la sobrecarga de roles (trabajo y familia, principalmente).
No es por ponerme pesimista, la verdad, pero estas sociedades de hoy van tan, tan, tan rápido que se pierden en la vorágine del día a día, sin pararse en algo tan sencillo y eficaz como pensar, reflexionar o sentir; sin ser capaces de discernir lo que de verdad importa de lo accesorio y superficial; sin ser capaces de afrontar la realidad tal y como es.
El caso es que para afrontar las miserias de la vida cotidiana cada vez hay más personas que se inflan a psicofármacos, incorporándolos a su dieta como si fueran golosinas para endulzar sus desgracias. En los últimos diez años, el consumo de ansiolíticos, antidepresivos, tranquilizantes o somníferos se ha triplicado, según los datos del Ministerio de Sanidad.
Eso, si nos fijamos en quienes acuden al médico o a la farmacia en busca de un remedio para su pesar. Otros, tres millones de trabajadores en España, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), se enganchan al alcohol, el hachís o la cocaína, o a las tres sustancias simultáneamente, para soportar el estrés que les provoca el hecho en sí de su propia existencia. Insisto, ¿alguien dijo que la vida fuera fácil?
Me pregunto si la sociedad de los países occidentales, en los que está asentado el Estado de Bienestar, evoluciona o retrocede cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) avisa de que la depresión será en 2020 la segunda causa de discapacidad en esa parte del mundo que tan felizmente llamamos desarrollado o primer mundo.
No deja de ser paradójico que en la sociedad del bienestar no exista remedio para las enfermedades del alma; aquellas que convierten a las sociedades en sociedades enfermas, con todas las letras y en mayúsculas; en sociedades que padecen ansiedad, estrés y depresión.
Por eso, al leer en la prensa que uno de cada cinco niños, y digo niños, muestra síntomas de ansiedad me echo las manos a la cabeza. Si los niños de hoy son el futuro del país del mañana ¿qué futuro nos espera? ¿Serán capaces de marcarse metas y cumplirlas sin desvanecer en el intento?
Al fin y al cabo, los niños son el reflejo de los adultos; sus síntomas son los síntomas de modelos de sociedades en las que algo falla, por no decir que han fracasado.Los niños son también el reflejo de esas sociedades de los países occidentales en las que los adultos se comportan como niños frustrados y eternamente insatisfechos, víctimas de las prisas; sociedades en las que los adultos son víctimas también de la revolución tecnológica que ha deshumanizado las relaciones interpersonales; y en víctimas de la sobrecarga de roles (trabajo y familia, principalmente).
No es por ponerme pesimista, la verdad, pero estas sociedades de hoy van tan, tan, tan rápido que se pierden en la vorágine del día a día, sin pararse en algo tan sencillo y eficaz como pensar, reflexionar o sentir; sin ser capaces de discernir lo que de verdad importa de lo accesorio y superficial; sin ser capaces de afrontar la realidad tal y como es.
Si el mundo fuera al derecho, los adultos hoy en día no se comportarían como niños frustrados y los niños no tendrían síntomas de enfermedades propias de adultos; pero como es al revés, tenemos lo que tenemos; o dicho de otra forma tenemos el "Estado del Malestar".
Texto de Almudena Agulló.